martes, 4 de octubre de 2016

Jesús no es un fantasma, es el Dios de la Eucaristía


         Una vez, en el Evangelio, sucedió la siguiente escena: los discípulos de Jesús había subido a la barca y estaban en medio del mar, cuando comenzó de repente a ponerse el cielo muy oscuro, con nubes negras y densas, que anunciaban una gran tormenta; el viento comenzó a soplar muy fuerte, como si fuera un huracán y hacía que se levantaran olas muy grandes, y eran tan grandes, que hacían que la barca se moviera mucho, para todos lados; además, como comenzaba a entrar agua por todos lados y no podían sacar toda el agua, la barca comenzaba a hundirse. Entonces, cuando pensaban que ya estaban a punto de hundirse, los amigos de Jesús vieron a lo lejos que Jesús venía caminando sobre las aguas, sin mojarse y sin hundirse. Y a pesar de que ellos lo conocían, en ese momento no lo reconocieron, y se pusieron a gritar, llenos de miedo: “¡Es un fantasma!” (cfr. Mt 14, 26). Estaban aterrorizados porque, por un lado, ya estaban temerosos a causa de la tormenta, del viento y de las olas; por otro lado, no reconocieron a Jesús, que era su Amigo, y al que lo habían visto hacer muchos milagros y no solo no lo reconocieron, sino que pensaron que era un fantasma; en esta situación, creían que todo estaba perdido, y por eso todos gritaban de terror.
         Pero Jesús, que había seguido caminando sobre las aguas, llegó hasta la barca y subió en ella, y una vez que subió, le dijo al viento: “¡Cállate!” y el viento, en el acto, dejó de soplar, en consecuencia, las olas se calmaron, y además, las nubes negras se disiparon y salió el sol. Una vez que pasó eso, Pedro y los demás discípulos, que ahora sí reconocieron a Jesús, se postraron delante de Jesús y lo adoraron, dándole gracias porque los había salvado.
         ¿Qué enseñanza nos deja este pasaje del Evangelio?

         Los amigos y discípulos de Jesús somos nosotros; la barca es la Iglesia; el viento como huracán, las olas grandes, las nubes negras, son los problemas que a veces se nos presentan en la vida y nos llenan de temor; al igual que los discípulos, también nosotros, a veces, pensamos que estamos solos, y tratamos a Jesús como si fuera un fantasma, y entonces, en medio de las dificultades, pareciera que nada tiene solución y que todo se pone muy difícil y también nos atemorizamos y desanimamos, como los amigos de Jesús; pero también, así como les pasó a los amigos de Jesús, que fueron socorridos por Jesús y Él, como es Dios, en un solo instante, en menos de un segundo, hizo que todo se calmara, así también puede hacer con nuestras vidas y con nuestros problemas y es por eso que nunca, pero nunca, debemos dejar de confiar en Jesús y siempre debemos recurrir a Él. No pensemos que Jesús es un fantasma y que no está Presente: Él es Dios, es el Cordero de Dios, que está, vivo, glorioso, resucitado, con todo su poder de Dios, en la Eucaristía, esperando para que nosotros acudamos a Él y le contemos, así como se habla con un padre o una madre amorosos, así como se habla con un amigo fiel, todo lo que nos pasa; Jesús quiere que vayamos a buscarlo a la Eucaristía, al sagrario, y que le digamos: “Jesús, Amigo mío, me pasa esto, esto y esto, te lo ruego, por los dolores del Corazón Inmaculado de tu Mamá, la Virgen, te lo suplico, ayúdame”. Y Jesús, como es un Dios de Amor, no dejará de ayudarnos, y mucho menos si le pedimos auxilio en nombre de su Mamá. Pero Jesús quiere que le demostremos que lo amamos y que confiamos en Él, y eso es lo que tenemos que hacer: acudir al sagrario y suplicarle su ayuda, y Jesús, en menos de un segundo, nos dará la calma a nuestros corazones, nos llenará de alegría, de luz, de paz, y tal vez no arregle nuestros asuntos en el acto, pero lo que sí es cierto, es que tanto Él, como su Mamá, no dejarán de auxiliarnos. Nunca, nunca, pensemos que estamos solos; nunca nos dejemos vencer por los problemas; acudamos a Jesús, Presente en Persona en la Eucaristía, y Jesús calmará cualquier tormenta de nuestra vida y hará resplandecer su Rostro sobre nosotros, así como el sol resplandece en un día calmo, con el cielo celeste y sin nubes, y nos llenará de su gozo, de su paz, de su amor y de su alegría. Digamos todos juntos: “¡Jesús, Tú eres el Dios de la Eucaristía, creemos en tu Presencia Eucarística, te amamos con todo el corazón y te pedimos que nunca dejes que nos apartemos de Ti!”.

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